sábado, 28 de abril de 2012

Tous les garçons et les filles




Mi vida tiene un tiempo límite. Bueno, todas lo tienen, pero rara vez nos damos cuenta. Yo lo hice por primera vez poco después de bajar del autobús que me llevaba desde mi casa junto al mar a la cafetería
Starbucks, en el centro de la ciudad.

El día era espléndido. El sol brillaba tímidamente desde su lugar en lo alto del cielo y soplaba una leve brisa que revolvía mis cabellos y mi falda de seda. Mi hermosa falda de seda comprada apenas una semana antes y estrenada aquella misma mañana para la que sería mi primera entrevista de trabajo. La misma falda de seda que mostraba mis piernas fuertes y delgadas por las que no dejaban de cuchichear dos muchachos sentados enfrente de mí. A medida que nos acercamos a mi parada, presioné con fuerza el botón rojo de
stop y les dirigí una última mirada de desprecio. Luego las puertas se abrieron y caminé desairada- y en el fondo orgullosa- por las anchas calles de la avenida principal.

Al notar una ligera vibración bajo mis pies, estaba segura de que sería debido al largo tiempo que había permanecido en pie dentro del autobús, por lo que mi cuerpo aun no se había habituado a la 
 falta de movimiento. Continué caminando. La vibración se hizo mayor, tuve que agarrarme a un escaparate para mantener la estabilidad. “Será un terremoto, pues” pensé resoplando con molestia. Había olvidado el portafolio con todos los bocetos de mis diseños en Starbucks, así que había tenido que desplazarme desde mi casa hasta el centro de nuevo. “¡Si al menos no tuviese tan mala memoria, habría cogido el terremoto en la tranquilidad de mi habitación y no aquí, en esta situación tan inoportuna!” protesté para mis adentros, repitiendo todos los pasos a seguir en caso de seísmo, tan fehacientemente memorizados desde mi niñez.  
 La tierra del Sendai, en la prefectura de Miyagi, constantemente sufre de temblores, por lo que para mí aquello podía llegar hasta a ser comparable a un trámite ocioso. Las personas a mi alrededor, apiñadas en la bulliciosa avenida, tampoco se mostraban especialmente agitadas. Situaciones semejantes son habituales en Japón, no nos preocupaba. “¡Vaya fastidio, más vale que ningún amigo de lo ajeno se haya hecho con mi portafolio a estas alturas!” fue lo último que pensé antes de cambiar de idea drásticamente. El seísmo, lejos de desaparecer, atacó con más fuerza, removió el subsuelo aun con más intensidad. Para cuando nos dimos cuenta de que aquel no era un terremoto como los anuales, ya era demasiado tarde: los edificios se desplazaban, el asfalto se resquebrajaba y las bombillas de las farolas estallaban. Nuestras construcciones, levantadas expresamente para soportar los movimientos de la tierra, caían como castillos de naipes en medio de aquel inesperado descontrol. Nadie mantenía la calma, el sonido de los cristales al romper se entrelazaba con los gritos de los niños asustados.
(adaptación)
Haiku para un hijo muerto
(Primer premio del XVII Concurso Literario de Camargo)

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